Mientras transformaba en humo todo lo posible de mis posibilidades,
me puse a escudriñar el techo en busca de alguna señal…
Cerré los ojos para vagabundear por otros tiempos y lugares…
No puedo precisar cuánto duró aquel viaje, unos segundos, unas horas,
una noche o todas las noches... hasta esa noche…
Sentí cómo mi cuerpo me abandonaba, ¿o fui yo quién lo hice primero?
Reuní todas mis fuerzas, respiré profundo, lo tomé por los hombros, lo sacudí hasta que conseguí que sus ojos me miraran…
Sonrió por fin,
Yo también.
Implícitamente pactamos una tregüa,
se vino el cuerpo al alma y/o el alma al cuerpo se vino.
Me incorporé no sin esfuerzos, cansada, sedienta, cogí dos copas y una botella:
Quiero envinarme de un Buen Vino.
Tinto tiene que ser, un gran reserva.
Uno de guarda, robusto, elegante, redondo, y con cuerpo.
Sabio.
Dueño de una infinita paciencia, que le permita entender el frío y oscuro silencio de la Cava.
Uno que, sabiendo horizontal su estado ideal, no se incomode ni le entren dudas,
cuando mis manos, en la urgencia de la urgencia, sugieran posiciones nuevas.
Uno que se deje catar y degustar no sólo en las frías noches de invierno.
Que no se hastíe nunca-jamás de escanciarse en mi copa.
Uno que a mi y sólo a mi, le brinde el mejor final de boca.
Quiero envinarme de un Vino Bueno…