La mañana me encontró con un poco de negro chorreando por mis mejillas, recostada contra un escritorio cansado, un nuevo día que atentaría contra mi paciencia y esperanza, una nueva oportunidad de llegar entera a una noche que esta vez no prometía nada, si quieren pasen por acá.
Escribo desde un día de silencio. Después de acumular notas, montañas y montañas de pequeños sucesos guardados en la memoria para reproducir en alguna ocasión y me rechinan los dientes y vislumbro heridas literales.
Ya no probamos suerte, te resignaste hace más tiempo, yo, en cambio (¿en cambio?)me aferro a la idea de un personaje, de una pseudoamistad, unilateral por supuesto, debe ser esta condición de idealista que llevo tatuada en el alma, un aventón de esperar lo muerto y lo prohíbido y lo que probablemente haya sido sin darme cuenta y no vuelva ya no vuelva a ser.
Y te observo y esa manía de imitar los vientos con la voz a contraluz y el cabello cubierto con canitas alegres me hace sonreir.
El olor a medio día pudriéndose en lo oscuro, ya ves, me arrinconé, para escapar de aquel final sin sentido, para tirar lejos la porfía del destino que parecía cernirse sobre mis ojos ojerosos. No sé si escapé. No lo hice, ¿lo notaste? El cuento infantil no terminó como siempre termina. El lobo no se comió la Caperucita y no había ninguna abuelita, mucho menos un cazador para rescatarla.
Más me queda la sensación de garganta estrangulada de lágrimas contenidas al extremo.
Y hoy. Hoy me siento anciana y solitaria, como una proyección de mis días siguientes y el olor a sinceridad me embriaga y no puedo escupir las mismas novedades de siempre, enmudeciendo a ratos, tejiendo los planes para la próxima semana, tengo estas arrugas invisibles de la memoria y una historia sin terminar aun me sigue.