martes, noviembre 04, 2008

MUERTE


Sus ojos me recorren palmo a palmo. Se detienen en mis manos engarfiadas y tensas, las uñas largas se fijan en mis pechos marchitos, mi piel acartonada, mi pelo sin vida. Los veo pasar, uno tras otro. Se amontonan en el estrecho pasillo, las caras casi pegadas al vidrio. Sus miradas hieren mis piernas huesudas, rematadas por las medias flojas y los zapatos de charol polvorientos.

No saben de la oscuridad opresiva y asfixiante, tan lejos de la luz de los focos que iluminan sus miradas. No se imaginan siquiera los ruidos enloquecedores. Nuestras muecas de terror le hacen gracia, piensan que ellos si encontraron la paz, que descansaron, que si fueron obedientes no hay nada de que preocuparse.

Clementina Soto por la mañana sale de su casa, el vestido blanco hasta los pies, medias de seda, zapatos blancos, azahares en el pelo y en la cara una sonrisa forzada. A su derecha va don Augusto Soto, su padre.

Clementina Soto por la madrugada regresa a su casa, desnuda, tapada solo con una sabana blanca, sin zapatos, en el brazo izquierdo tiene los dedos incrustados del marido que la jalonea. en su cara un moretón ya se empieza a dibujar.

Clementina Soto sentada en la casa paterna finge no escuchar la pregunta que su padre le escupe furioso, luego de oir a su marido:

-¿Quién fué?

Ella calla sin despegar la vista de sus pies magullados por las piedras del camino. Ni modo de hablar, de contar lo del río, de las manos de Vicente en su cintura, ni modo de hablar de los besos bajo el árbol o de la humedad escurriendose por sus muslos.

Clementina Soto siente el primer contacto con el cinturón de su padre y piensa que se quiere morir. Al segundo golpe cree que falta poco y que lo va a lograr. Con cada golpe consigue detener su respiración, apagar su corazón un poco mas. Ya no siente la carne ensangrentada, ni la severa mirada de su marido recriminándola. Ya no la lastima la verguenza de don Augusto Soto.

Clementina Soto sale de su casa al medio día, el vestido negro hasta los pies, medias de seda, zapatos de charol, crisantemos en el pelo, en las manos un rosario. Siguiéndola con el entrecejo fruncido va su padre.

Doña Amelia de Soto, toda de negro arrastra los pies junto a él. Poco mas atrás va el marido con la honra recobrada.

Clementina Soto va acostada sintiendo el movimiento de los hombros que cargan su caja de madera, acomodada con cintas negras por fuera y satín blanco por dentro; la tapa de cristal.

Se detienen y siento que me bajan poco a poco. Llego al suelo y sigo bajando despacio mas y más abajo. Veo las caras asomadas en el rectangulo de tierra allá un poco mas arriba. Todos me miran compungidos y yo sigo bajando. Luego me detengo. Ya llegué al fondo.

Me vierten flores y tierra. Uno a uno mis deudos se despiden de mi. La tierra lentamente va tapando la luz y los sollozos de mi madre. Ahora todo en silencio y oscuridad, me da miedo y para distraerme trato de pensar en Vicente, solo en Vicente. Y pienso y pienso, pero pronto mis pensamientos se detienen, porque oigo que la caja cruje y tengo frío.

No se cuanto tiepo llevo aquí, si horas, meses o años. El miedo ya casi no me deja recordar nada, ni siquiera a Vicente. Y escucho como algo que trata de entrar; no sé lo que es, pero los sospecho y mi piel se eriza de terror. Son los gusanos: miles y miles que se arrastran sobre mi y me cubren con sus cuerpos blandos y gelatinosos y fríos, que se meten silenciosamente por los oídos, la boca y los ojos. Así empiezan a correr despacio casi sin que se sienta, alimentandose de mi cuerpo. Entonces logro moverme y trato con todas mis fuerzas de romper el cristal, fortalecido por el peso de la tierra que lo mantiene firme en su sitio. Y rasgo el satin, araño la madera y grito como nunca antes con mi cara endurecida y gélida de soledad.

Pero no son los gusanos los que vienen. Lo que trata de entrar son voces, cientos de voces de otros como yo que me rodean, y se quejan y gritan tal lo hago yo, de frío, miedo y olvido. Por las grietas de mi caja van entrando los lamentos asustando aun a los gusanos que torpes y ciegos huyen de aquí. Con las voces también entra la tierra salitrosa y se me pega en la piel como costra endurecida.

De pronto entra la luz. No tengo noción del espacio ni del tiempo. No me acuerdo. Hay muchos hombres que me miran con curiosidad, retiran lo que queda de la caja y cepillan el cuerpo con una brocha tratando de no romperlo. No puedo evitar que se caigan dos dientes, ellos cuentan los que quedan y apuntan el resultado en una libreta. Cuidadosamente, desprenden los jirones en que se ha convertido el vestido, dejando solo las medias y zapatos. Uno de los hombres se mete el rosario en el bolsillo cuando cree que nadie lo ve. Al fin terminan. Satisfechos amarran una etiqueta al dedo gordo del pie derecho, meten el cuerpo en otra caja que ahora tiene el cristal a la derecha.

Dentro de la vitrina, desde el fondo de mis pupilas blancas de cal, veo los focos que iluminan los pasillos y las caras casi pegadas al vidrio, de los visitantes que, por unos pocos pesos vienen a ver la muerte.

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